No sé si ya lo conté, si lo he apuntado en alguna parte, aún así, tengo ganas de rememorarlo, eran tiempos difíciles, demasiado para vivirlos de niño.
Recuerdo, cuando con puntualidad meridiana alguien preguntaba por el regalo de Reyes; como un resorte, que lleva una vida esperando saltar -¡un coche de pedales!-; año tras año, siempre pedía lo mismo...
Alguien te miraba con aquellos ojos de... ¡algún día!, y con esa sonrisa que sólo ella sabía, te dejaba sumido en tus pensamientos, te veía, casi que palpaba, tu imaginación, correteando, dando pedales, yendo más allá del infinito, disfrutando el todavía imaginario juguete.
Llegaba la noche mágica, esa en la que, todos, nos íbamos temprano a soñar en nuestro ansiado regalo; el sueño te podía, el frío de aquellos lares provocaba tu cansancio, luego -acurrucado- ya dormías para soñar, para disfrutarlo intensamente.
El primer toque de campana, a misa tempranera, provocaba el grito ¿han venido los reyes?, bajabas la escalera, a mil por hora, desbocado, a ver ¡qué te habían traído!, y... -allí no estaba-, tu ilusión rota en mil pedazos; ellos sabían cómo hacerte olvidar y provocar la ilusión ante una nueva montaña de regalos.
Luego, ya en la calle, con tu pistola nueva, con tu pelota -víctima de millones de patadas-, con todas tus ganas, te quedaba el último regalo, ver como el niño de los ricos, sí tenía un coche de pedales; y tú, gozar del privilegio de tocarlo, de empujarlo en una carrera loca, calle abajo, hasta el infinito.